La manida y casi carente de sentido frase de “desconectar para conectar” parece que cala cada vez más profundo en los millennials.
No sé a ti, pero a mí me dan una pereza estratosférica las redes sociales.
Ese contenido que se pelea entre ser banal, viral y vacío. Donde el meme gana al contenido de valor, donde se nos atrofian más neuronas y donde nuestra capacidad de atención se fulmina a base de scrolls.
A veces siento como a cada scroll, se me vacía el cerebro. Casi literal.
Más y más veces veo amistades que se van de las redes sociales por la saturación, por ver la pérdida de tiempo que suponen.
Y sí, es verdad que hay quien hace contenido con alto valor y, a veces, pienso en crearlo, pero ¿vale la pena todo ese esfuerzo cuando te gana un titular con más clickbait?
No tengo Tiktok, ni pienso tenerlo. Durante unos meses, por trabajo, me obligaron y me saturó la capacidad de adicción de esa red social.
Cuando decides pasar menos tiempo en redes sociales, te das cuenta de que sí “te da la vida” para hacer deporte, para escribir, para leer. Solo se trata de renunciar a la dopamina rápida y barata.
Mantengo mi cuenta de Instagram, pero la dosifico cada vez más porque no quiero que el mundo digital me absorba la energía para gozar del mundo terrenal, de las conversaciones que surgen espontáneamente. Y, también, porque me aburre apoteósicamente.
Seguro que me estoy perdiendo lo último viral de la influencer de turno, o esa receta, o ese truco para hacerme millonaria en un día y sin esfuerzo. Spoiler: no hacen falta.
Hay quien ha convertido el móvil y las redes sociales extensiones como una extensión de su ser más profundo. ¿Qué pasaría si nos las quitaran? Pues, sinceramente, nos adaptaríamos a volver a un mundo tangible y cercano, real y cotidiano. Mucha gente pasaría una época de abstinencia fuerte como adictos al fentanilo, pero pasaría. Como todo en la vida, pasaría y seguiríamos.
En lugar de viajar pensando en la foto que colgaremos en Stories o en ver los 10 imperdibles de ese destino porque lo dice TikTok, viajaríamos por instinto, por emoción, por curiosidad y menos por validarnos por los demás.
Hablaríamos más con la cajera del súper, con la camarera de nuestra cafetería favorita y nos atreveríamos a tomar algo con un desconocido porque hemos roto la barrera de lo digital y conectas.
La vida real no es la que esconde una pantalla, es la que tienes delante de tus ojos y no te permites vivir.
Tal vez, incluso, recuperaríamos el pensamiento crítico, las conversaciones profundas y el interés más allá de cuántos likes tenemos.
✨ Cosas bonitas que me guardé cuando escribí esta carta
El chipá calentito de BiriBiri.
La milanesa de El Preferido de Palermo.
Y el alfajor sin gluten de Amitié.
Me compré el libro de Ana Navajas.
Empezó el otoño.
Y llovió.
Me resistí a soltar el verano (otra vez).
Porque volvió a ser verano en Buenos Aires (otra vez).
Las conversaciones con desconocidos en cafeterías.
El proyecto que estamos cocinando en Fit Generation.
Que haya salido mi primer libro (que escribí para Colvin).
Mi Cande y nuestros planes por la ciudad.
El Tiny Desk de Bad Bunny.
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Cada día estoy más cerca de abandonar el móvil y volver al teléfono fijo en casa. Que maravilla que era. Por eso me gusta mucho ver películas donde el móvil no existía.