Las palabras que se dicen frente al mar nunca se oxidan
Nací en el Mediterráneo. En uno de esos de un no-tan-caluroso julios de antes. Un 25. Me recuerda siempre mi madre que antes, ese día, era fiesta. Y no sé si me lo dice porque le fastidié durante todo el embarazo (perdón, venía brava incluso antes de nacer) o porque para ella fue una tremenda jarana mi llegada a la familia. Algún día se lo preguntaré.
Me siento hija del mar. De esa inmensidad implacable cuya calma te serena y cuya bravura te traga.
Y no sé si debe ser por eso que el mar tiene un poder en mí. Karen Blixen diría que “la cura para todo es siempre el agua salada: del sudor, de las lágrimas y del mar”. Este año os aseguro que lo termino curada.
Los que llevamos dentro el mar no entendemos de calma. Serenos por fuera y llenos de corrientes por dentro. Su brisa nos aclara los pensamientos y conectamos. Conectamos con lo que necesitamos sentir. Nos gustan las caricias de salitre sobre nuestra piel.
Los que llevamos dentro el mar solo entendemos que la vida es como las olas;
Son cortas, intensas o llanas;
Son ‘ahoras’ porque no sabemos cuánto durará su recorrido;
No sabemos cuándo romperán contra las rocas.
Es por eso que nos gusta dejar en la orilla los miedos y las despedidas. Solo el mar puede desvanecerlas.
Me despedí de ti;
Me despedí de la que fui;
Me despedí de mi dolor;
Me despedí de lo que sentí;
Dejé que el mar borrara esos recuerdos tormentosos;
Dejé que las aguas se calmaran;
Dejé que la sal rozara mi cara.
Por muchas despedidas que tengamos, por muchas desbandadas que vivamos. Las palabras que se dicen frente al mar nunca se oxidan.