Historias a los 30: Somos la generación que sobrevive al amor 💜
Porque nos hemos perdido el amor verdadero
Mis últimos días en Japón. Viajo a 258 km/hora en el que será mi último Shinkansen camino a Tokyo. 258km levitando sobre unas vías que marcan el camino hasta el final de otra aventura. Resuena en mí un pensamiento que me obliga a encender el ordenador y teclear casi sin parar. Sin pausa. Sin releer. Solo soltar. Dejar que esas palabras broten sin descanso hasta el último punto. “Echo de menos los abrazos”. De golpe. En seco. Eso noté hace 2 mañanas. Se lo escribí a un amigo. Tal cual le dije: “¿Sabes lo que echo de menos? Los abrazos” y se me cayó una lagrimita. De golpe. Recordé que Aum, en Chiang Mai, fue la última persona que me abrazó. 32 días. Algo más de un mes desde que sentí el tacto piel con piel. Esa transmisión de energía única. 768 horas. Y eso son muchas horas. 46.080 minutos, que aún suenan a más kilómetros de distancia.
Ahí noté algo más. Surgía desde mi estómago y subía en forma de nerviosismo. Era todo mi ser diciendo: “Estoy preparada (creo) para volver a enamorarme”. Para volver a sentir. Para volver a sentir ese salto al vacío sin control. A ser frágil. A sufrir. A ser transparente. A ser solo tú y yo. Porque ese abrazo protector, sentido, entre dos personas es de una ternura evocadora.
Porque es pasión;
es calma;
es seguridad;
ese abrazo es casa.
Y ya mañana curaremos otro corazón roto, pero que ese miedo a sufrir no frene las ganas de sentir.
Engañados. Engañados en esto del amor. Somos la generación a la que han engañado. Somos la generación a quien hicieron creer que el amor era para siempre. Somos la generación que se ha perdido el amor verdadero. Cuando crecimos, nos dimos cuenta de que no era así. De que no existe un par-a-siem-pre de ese amor romántico, fugaz e inventado. Que esto de enamorarse solo es transitorio y que después de eso reside el trabajo juntos, el cariño, las ganas de un futuro juntos. Es trabajo. Es esfuerzo. Es dolor y negociación. Pero solo queremos la adrenalina que nos desboca al inicio de toda historia.
Somos la generación que ha crecido con la libertad del sexo. Con las aplicaciones para ligar que nos han convertido en los más absurdos y esquivos a las relaciones. Donde el FOMO por estar con una y otra y otra persona nos impide ser capaces de amar de verdad. De arriesgar. De saltar. De dejar que la incertidumbre del qué ocurrirá nos invada. Porque da miedo, enamorarse da miedo, y somos una generación poco capaces de soportar ese miedo. De comprometerse. De apostarlo todo. Porque preferimos decir que fluimos a decir que amamos a alguien y que apostamos por eso. Una generación donde la responsabilidad afectiva es como la noche fría de invierno. De las que te genera un hormigueo en todo el cuerpo, que no la ves, pero la notas. Esa falta se nota.
Tenemos miedo a comprometernos y perder nuestra juventud y libre albedrío y ese es el acto de cobardía más grande que podemos cometer como generación. Como seres emocionales que somos. Solo los verdaderos equilibristas nos atrevemos a (re)vivir el dolor de un desamor por milésima vez.
Escépticos. Escépticos porque nos han roto el corazón demasiadas veces. Porque en la era de los casi-algos donde quieres los privilegios de una relación sin renunciar a los beneficios de la soltería. Esto de la vida va de elecciones. De decisiones. ¿Fáciles? No. ¿Definitivas? Tampoco, pero, al fin y al cabo, hay que tomar decisiones. Hemos crecido esquivándolas, dejando que el destino -porque eso es lo que pretendemos al decir que fluimos- las tome por nosotros. Esperando que un camino de neones y una gran flecha señalen y nos indiquen por donde pisar. Como si tomar riesgos no fuera parte de la vida. Esperamos tenerlo todo bajo control. Estamos hartos de fracasar y, cuando algo duele tanto como el desamor, huimos de sentir. De despertar nuestras emociones. Sin embargo, sentimos fuerte y duro dentro de nosotros. Huimos de decir un “me gustas” porque eso sería demostrar fragilidad. Porque eso sería desnudar nuestros sentimientos y solo estamos dispuestos a desnudar nuestros cuerpos y no nuestras almas. A leernos los cuerpos como si de un texto en braille se tratara. A conocer cada rincón del cuerpo, menos tocar a la puerta del corazón.
Somos los que ya no creemos en quedarse a dormir con la otra persona. Somos los que huimos. Somos los más cobardes y que más anhelamos ese abrazo acurrucado en el sofá o en la cama. Somos apariencia. Porque lloramos. Sufrimos. Lo pasamos mal porque aún reconstruimos los pedazos del último desamor cuando viene alguien con otro martillo y lo destruye otra vez.
Somos la generación a la que han vendido que hay príncipes y princesas. Somos a quienes han vendido que necesitamos quien nos proteja, quien nos salve del mundo. Somos la generación a las que le han vendido un amor romántico. Idealizado. Una farsa. Lleno de perfección. Incapaz de comunicarse. Donde todo pasa solo. Un amor que vive de la pasión, de la química cerebral de los primeros meses o años y huye de la comunicación. Un amor en el que todo es fácil.
No somos la generación que ha vivido el amor, somos la generación que está sobreviviendo a él.
📍 Reflexiono desde un tren en Japón 🇯🇵 entre Osaka y Tokyo. Son mis 14:57h ⏰
Mi próxima parada será: Quedarme en Saigón (Ho Chi Minh City) 🇻🇳 durante 3 semanas como base.
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📚 Qué me tiene enganchada
Retomé ‘El Fin del Amor: querer y coger’ de Tamara Tenenbaum.
🎶 Qué suena mientras escribo estas líneas
‘Puta Vida’ de Supersubmarina. Los echo de menos, lo reconozco.
✍️ A mi yo de mañana
Enamórate perdidamente. Sin control. Sin frenos. Con cabeza. Mañana ya curaremos un corazón roto.
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