13 de octubre. Domingo. Mi último día en Menorca. Unos amigos de mis padres vinieron a comer a casa.
Y madre mía, qué comida: caldereta de langosta.
Típica de la isla. Buenísima. La hicieron la noche anterior en casa (como se debe hacer para que sepa a gloria).
Coincidencias de la vida iba a irme el sábado, pero el viento pegaba fuerte y decidí reservar mi billete para el lunes. Así que me quedé con ellos y disfruté de la comida.
Y de sus anécdotas.
Me recordó a la adolescencia. Era otra época.
Los móviles apenas existían o, al menos, no eran el centro de nuestra vida.
No vivíamos obsesionados con la rapidez, con el ‘yaismo’, nos tomábamos nuestro tiempo. Las redes sociales ni se las intuía y, mucho menos, como lo que son ahora.
Así que no teníamos prisa en que pasaran las cosas. La ansiedad para tener respuestas al instante era mínima. No formaba parte de nuestra rutina así que no esperábamos obtenerla en casi nada. Solo tragábamos saliva y ansiábamos saber la nota del último examen mientras la profesora se balanceaba en explicar cómo habían ido, al detalle y muchas piernas tiritando golpeaban los pupitres de clase.
No sé muy bien porqué esa frase me conectó con el cortejo lento, con el conocerse sin pretensiones, sin correr.
Tampoco sin el “ya veremos”, “dejemos que fluya” o el “mejor no le ponemos etiquetas”. Y no porque realmente estemos conociendo a esa persona con mimo, sigilo y profundidad, si no porque preferimos mantener la puerta abierta a diferentes personas en lugar de apostar, elegir una e ir con todo. Porque así no renunciamos a nada.
¿Por qué nos cuesta tanto renunciar? ¿Por qué seguimos mirando hacia fuera con esa sed de insatisfacción constante?
Algo que tanto se repite: no somos pareja, pero hay algo romántico entre nosotros.
No somos pareja, pero nos comportamos como tal y cuando a alguien se le ocurre llamaros pareja en un restaurante (aunque sea un calificativo simpático), ¡boom! a uno de los dos se le encienden las alarmas, le tiembla hasta la voz, salta de la silla con un “no, no, nonoononono” porque reconocerlo sería tomar una decisión y poder equivocarnos. Y es mejor vivir en una relación indefinida que apostar por ella.
Quiero pensar que sigue vivo ese cortejo de amor sin tanto limbo, indecisión e indeterminación. En el que decides conocer a alguien y vas con todo. Sin pensar si hay alguien mejor ahí fuera. Sin esa avaricia que nos corroe los sentimientos y nos paraliza a sentir.
En el que no usas la excusa de “no somos pareja, nos estamos conociendo” para acostarte con tantas personas como puedas huyendo de la responsabilidad afectiva que deberías tener con esa persona si te importa lo más mínimo.
Llamadme señora. Podéis. Cursi. Pues también.
Pero decido creer que existe otro tipo de amor.
Un amor en el que te preocupas por el otro y su felicidad antes, incluso, que por la tuya. De forma genuina. Y sé que existe porque lo veo en algunas parejas de mi alrededor.
El otro día -vamos a llamarlo Mario- me cuenta que con su mujer van a cambiarse de casa, una casa que les va a costar mucho más dinero porque entre las mascotas y que quieren tener un bebé el año que viene, quieren estar cómodos y formar un hogar y termina diciendo: “Por su felicidad, lo que sea”.
Mario no ve a su mujer como mercancía que ha comprado. Mario no mira fuera si hay alguien mejor, que cumpla más requisitos en su checklist. Mario sabe que se quieren, que se hacen felices el uno al otro. Desde el principio no la vio como una lista interminable de cualidades por cumplir y, que si le fallaba uno, la desechaba como un yogur caducado. Él apostó porque se gustaron, porque estaban bien y no jugaron a los juegos de flirteo actual de los que nadie te ha dado las instrucciones. No necesitan nada más.
Vivimos en una sociedad polarizada en absolutamente todo.
Los algoritmos nos incitan aún más a ello. Alimentan nuestras creencias anulando el sentido crítico, eliminando la opinión contraria de la que podríamos nutrirnos y nos hace seguir enganchados a una dopamina de mecha corta.
Las apps de citas nos enseñan a las personas como un catálogo al igual que el carnicero expone sus mejores cortes para que los compres.
Somos adictos a lo fácil. También en las relaciones.
Coleccionamos match, pero no invertimos tiempo en una buena conversación. Queremos esos clics que nos suben el ego y nos hacen sentir bien. Pero que luego no hacemos nada con ellas. Se quedan ahí y vamos a por nuestra siguiente dosis.
Fomentamos la superficialidad.
Pues yo paso. Lo siento.
No quiero este amor moderno que huye del compromiso, en el que si muestras tus sentimientos, eres una intensa. Si tienes las cosas claras o te planteas que buscas una relación formal, también. O, directamente, te tachan de loca.
Por qué quiero arriesgarme, intentarlo y ver a donde nos llevará. Tanto si esa relación dura una semana, 3 años o toda la vida.
Conocerse lento, dejar que esos nervios surjan de las entrañas cada vez que te cruzas una mirada sin saber que tienes el match asegurado. Prefiero conocer a esa persona casi por casualidad, porque la vida nos pone enfrente del otro y la conversación nos lleva a ello.
Me incomoda colocarme voluntaria mente en ese escaparate del carnicero a ver quién me compra.
Si recuerdo cómo empezó la relación con David, mi ex, no fue nada fácil y ni mucho menos rápido. (Algo que da para un capítulo aparte.)
Nos fuimos gustando con el tiempo, no necesitábamos hablarnos cada día ni muchísimo menos para interpretar que uno tenía interés en el otro. Se notaba. Incluso lo notaron los amigos antes que nosotros mismos.
Surgió y, si hubiera sido ahora, tal vez no hubiéramos empezado nunca por este afán de descartar a alguien al instante. Porque si esa chispa no sale al momento, nos rendimos. Y salió generando primero mucha confianza entre nosotros y profundizando en quiénes somos, sin correr, sin pensar que esto iba a ser un sprint.
Nos enamoramos y un verano vino a Menorca, se plantó delante de mí y me preguntó: “¿Lo intentamos?” Y aunque mis labios lo dijeron más lento que mi cabeza, fue un sí.
Y estuvimos casi 10 años juntos porque nos dimos la oportunidad de intentarlo, de no juzgarnos, de conocernos a fuego lento.
No nos asustó apostar por ello sin dejar la puerta abierta a nadie más durase lo que durase. Y con las consecuencias que conllevó.
No sé cómo serás tú. Pero si te sirve, te puedo decir que yo soy una persona que si apuesta va con todo, que necesita que las palabras y los actos cuenten lo mismo, sin juegos, sin historias y a quién un “lo intentamos” o “me gustas” no le asusta. A quien le gusta que vayan de cara sin que por eso pensemos que alguno de los dos esté loco. O tal vez lo estemos los dos, por creer en que existe otro tipo de amor.
Asumamos que hay que tomar acción y decisión, también, en el amor.
Y eso es, jodidamente, vertiginoso.
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Hace un tiempo una chica con la quería coquetear me dijo: "Tu me gustas y yo te gusto. Pero tu problema es que solo quieres 'fooling around' conmigo y yo quiero algo serio. Así que avísame cuando te decidas ponerte serio." Al final nunca me puse serio, luego trabajamos juntos y hasta hoy somos grandes amigos, pero solo eso.
Yo creo que el amor se hace más bonito cuando no es solo ese chispazo de amor y coquetería al inicio (como un vaivén de emociones), sino algo más firme como una decisión. Y decides esforzarte en que cada día eso continue y crezca.
Por eso estoy convencido (y seguro afecta mucho mi edad) que todo se vuelve mejor cuando decides enamorarte del todo y metes con todo al agua de la piscina sin sobrepensarlo. Cuando ya no es la primera vez, sino te ocurre siendo más adulto y con más experiencia en las espaldas (y a la vez porque seguro nos volvemos más insoportables o más pacientes, depende con quien). Porque las personas cambian mucho con los años. El mundo real es (o debe ser) prohibido para los tibios, los indecisos y cobardes.
¡¡¡Viva el amor!!! ❤️