En Navidad aproveché para observar a mis padres y escuché alguna que otra anécdota de sus años mozos. Hasta que caí en algo: ellos no han tenido nuestra crisis de identidad. Habrán tenido otras, pero no la nuestra que tanto nos perturba.
Mi padre tiene 74 años y trabajó de herrero desde los 12 años. Era muy bueno, la verdad. Y perfeccionista a rabiar. Tanto, que nunca quiso tener un ayudante. Un inspector de trabajo un día se plantó en su taller y tuvieron una conversación parecida a esta:
- “Es imposible que trabajes solo. Voy a venir sin que lo sepas.”
- “Ven tanto como quieras, hasta puedes coger una silla y sentarte ahí a mirarme todo el día que no verás a nadie. No quiero a nadie aquí”, le contestaba mi padre.
Te puedes imaginar el resultado: no vio a nadie que lo ayudara.
Desde los 12 años. Él no eligió serlo. Él no pensó qué quería ser de mayor. Y si lo pensó, sabía que no tenía poder alguno de decidir. Por lo tanto, trabajar era un mero trámite.
Un día le dijeron que se tenía que aprender esa profesión. Punto. Sin rechistar. Y la hizo toda su vida cuidando cada detalle, cada milímetro y con la autoexigencia de ser el mejor.
Era algo que no tuvo el control de elegir y no le dio más vueltas. Aun así, no trabajó a desgana, lo dio todo día tras día.
Ahora nuestra identidad va muy ligada a nuestro trabajo con lo que nos identificamos en exceso y, cuando esa conexión falla, entramos en crisis.
Confundimos identidad con profesión y normalizamos que pasemos la mayoría del tiempo trabajando. Solo dedicado al área profesional.
Nosotros somos algo. Somos escritores, desarrolladores, administradores. Lo que sea.
Pero la generación de nuestros padres, al menos en la de los míos, hay una sutileza en el lenguaje que les aleja de ese vínculo y de esa crisis de identidad.
Cuando hablan de su profesión, no utilizan el verbo ‘ser’, un verbo que te liga en esencia y en permanencia a lo que eres y quien eres. Hablan de ‘hacer de’. Creo que en castellano no tiene mucho sentido. Vendría a significar ‘trabajar de’.
Así que él no era herrero, él trabajaba de herrero y eso no definía su identidad, si no solo una área de su vida.
Ahora esa crisis nos pertenece, aunque no queramos aferrarnos, ella sí se aferra a nosotros y se ancla en nuestros pensamientos: nuestra profesión absorbe demasiado de nuestra identidad.
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Me gusta pensar cómo la lengua configura el mundo que vemos. Como mostrás en tu texto, creo que el español establece un vínculo muy estrecho entre el oficio o la profesión que desarrollamos y la identidad porque utiliza el verbo SER. En italiano, en cambio, se utiliza el verbo FARE (hacer). En Argentina, solía decir "Soy traductora". En Italia, digo "Faccio la traduttrice". La cosa cambia.
Y a propósito del tema de tu texto, se me ocurre compartir un fragmentito de un texto de Carrère que traduje el otro día:
https://substack.com/@juliabarandiaran/note/c-98909677
Y por eso me inquieta tanto que en los próximos años haya unas enormes crisis de identidad, porque muchos trabajos van a desaparecer con esto de la IA. Habrá que volver a reinventar nuestra narrativa, pero a ver a qué precio.