Hoy le hablo a un recuerdo.
Desde quien soy ahora.
Desde este camino andado este año. Un año que ha sido precioso a la vez que doloroso.
Donde la intensidad se ha pedido en lágrimas, sonrisas y personas.
Donde no puedo hacer más que agradecer a las que han estado ahí para abrazarme, para decirme “estarás bien, llóralo todo”.
Para las que me han aconsejado “mándalo todo a la mierda” y quienes han respetado que no quiera hacerlo.
A todas esas personas que han cruzado una mirada conmigo en un momento fugaz, un hola o una larga conversación. Las que han visto una versión diferente en mí en ese instante. Porque estaba débil, fuerte o valiente. Triste o dispuesta a comerme el mundo.
Y no puedo evitar unas lágrimas al recordar este medio año atrás.
También me ayuda tener de fondo a Yiruma al piano.
Siempre pensé que sería una bonita canción para mi boda. Y ahora pienso que es una buena canción para llorar y sonreír a la vez.
Para recordarme que estoy aquí.
Porque sus notas al piano tienen el poder de tocar algo en mí que nadie más puede. Que me hace sentir viva, presente y emotiva.
Cuando en el minuto y 18 segundos baja el ritmo me genera paz mental e intensa. Me hace fluir en cada nota. Y tecleo tan rápido o tan lento como toca.
Hace unos días me pregunto si el dolor se restaura.
Lo he pensado mirando al mar desde Menorca y mirando al océano desde Tailandia.
Sentada en la orilla.
En silencio.
Y en la cama sin poder dormir.
Existe un método japonés, el kintsugi, con el que se reparan piezas de cerámica rotas con oro para enfatizar las cicatrices.
Porque están ahí.
Porque no vale la pena esconderlas.
Porque nada vuelve a ser lo mismo tras romperse.
Ni ese jarrón.
Ni tú.
Y si te rompes demasiadas veces, los trozos son cada vez más minúsculos y quedan grietas que son insalvables.
Grietas por las que se cuela el agua.
Por eso creo que romantizamos el dolor. Sobre todo, cuando viene de alguien al que queremos o hemos querido.
Nos acercamos de nuevo aún sabiendo que puede volver a resquebrajarnos por completo y, que tal vez, en esa ocasión, ni el kintsugi podrá reconstruirnos y embelleces esas heridas.
¿Nos gusta sufrir?
¿Hay algo que nos engancha de esa persona aún con el dolor que nos ha generado?
Según el día, respondería que sí a ambas.
Según mi orgullo, respondería que no a ambas.
Pero la sinceridad hacia otros la puedes esconder, disimular. Hacia ti, se complica.
No sé si aún me duele en ocasiones.
Sigo sin saber si mi kintsugi es suficientemente fuerte para no resquebrajarme. Si le he dado tiempo para secarse.
Soy de esas personas que necesita hacer para saber. Hacer para confirmar o refutar las hipótesis. También pienso que es mi forma de embellecer la terquedad que me caracteriza.
Solo espero que si esa persona me quiso, le importo, sepa cómo mantener mi kintsugi fuerte y no jugar o provocar ver si se cuelan algunas gotas de agua por alguna de las heridas.
Porque hay heridas que cicatrizan más lentas que otras. Y no te das cuenta hasta que una gota de sangre vuelve derramarse.
O te cae una lágrima a destiempo.
Y si yo no estoy respetando que cicatricen a su tiempo porque prefiero recuperarte en mi vida, espero que tú sepas cuidarlas y no reabrirlas.
Que veas en ellas la belleza.
Que las respetes.
Que me respetes.
Que las palabras se demuestren con actos y pequeños detalles.
Sin grandilocuencias.
Con estar.
Con ser.
Con un “cuéntame” desde el corazón.
Con buscar solo provocar sonrisas y no dolor.
Que, si se derraman lágrimas, sean de felicidad y alegría.
Sin juegos, sin amagos. Sin medias verdades o indirectas.
Juguemos solo a ser valientes.
A esta nueva forma de querernos.
De frente.
Con sinceridad.
Genuinamente.
Dejando el pasado atrás estando siempre presente.
Lo que fue y no fue.
Solo así podremos dejar que las cicatrices de ambos se curen.
Que soples esa herida cuando duela como de pequeños nuestras madres nos hacían sentir invencibles solo con esa forma de amor que apaciguaba el dolor.
Tan sutil. Tan presente.
Tan en esa mirada de respeto.
Solo eso.